miércoles, 28 de octubre de 2009

ORIGEN Y FORTUNA DEL HOMO OBLIVIOSUS

Dicen que no, pero es verdad. Hubo un día en que el hombre, vástago de la tierra y virgen en entendimiento cuando todavía no era hombre, alzó sus primitivos ojos al cielo, intuyendo allí un algo que le inquiría en las entrañas.

En el cielo vio al sol, ya deslumbrante aunque amanecía, que parecía hacerle la denuncia, impacientándole, comunicándole desazón... Para todos lados miró, buscando el modo de dar respuesta al que despertaba su angustia. Giró sobre sí mismo y, después de reparar en la figura tenebrosa que caminaba junto a él, su sombra, apuesta por creer que eso es lo que le pesa para ascender hacia el provocador de pellizcos abdominales.

Lo nota, que le pesa, al decidirse a emprender la marcha en su busca, saltando hacia su lado, a lo alto, rastreando, escudriñando lo que el protohombre se representa como más afín a sí que ese negror que, si es que le impide dar el salto, ha de ser menos él; e intenta librarse del plomo.

Su primera intención redunda en conseguir el desprendimiento de sí de ese fardo impertinente. ¿Cómo? Lo único que su instinto le dicta es que se eleve, cuanto pueda, por encima de aquella pertinaz lipidia para nada suya. Y así lo hace.



Sus ojos van a parar a la más alta rama de un árbol cercano, que le tiende amablemente su frondoso apoyo. Los primeros ensayos no resultan éxito. Vuelve a caer, a unirse a su celaje, sus pies se confunden en la tierra al contacto. El protohombre, por ese instinto -como el instinto de supervivencia, igual-, quería subir, escalar el árbol, llegar; necesitaba con insistencia ver de qué se trataba. Gran esfuerzo le costaría nada más subirse a la rama. A eso del atardecer, de las yemas de sus dedos comenzaron a brotarle como diminutas hojuelas que la tierra, con su eterno complejo de madre protectora, fue nutriendo hasta que alcanzaron dimensiones de enredadera y llegaron a confundirse con el ramaje. Y a partir de este nuevo status metamórfico, tan singular, fue uno impulsarse y encontrarse encaramado a la rama, la más alta, que conquistó en segundos, sirviéndose de la escala que las otras ramas le prepararan.

Una vez en lo alto, observaba primero sonriente cómo el sol declinaba, volvía abajo y besaba ardientemente a la tierra en el surco de su seno más turgente, abriéndole el abismo por donde se fue colando y ya empezaba a perderse. Luego entendió que se había quedado solo... Por unos instantes, igualmente herido, pues de tierra también era él. Deja entonces de sonreir.


Al astro rey fue poco a poco sustituyendo la magnética luna, que le dispara un guiño cómplice -al que el protohombre no hace caso, desengañado-, sumiéndole en una marea de ineluctable emotividad.

Hasta ese preciso instante no se había apercibido del pesar que deja el abandono de lo apetecible, pues siempre lo tuvo ante sí. Y ahora, un nuevo sujeto de deseo viene a suplantar al otro, fingiendo relucir como él, tomando prestado su fulgor sin llegar a decir a las claras que no lo posee.

El protohombre quería subir, y saber. No podía, no conseguía llegar. Ahora que ha logrado situarse en lo más alto, más que alegrarse, se pone a recordar lo que echa en falta. La desesperación abre nuevamente la herida que le abriera el despego. Llora, llora de rabia y dolor. Llora, y sus lágrimas, cual insectos traslúcidos de voz diminuta, le indican el camino, el único que cabe ahora seguir: «no sirve de nada que te vayas por las ramas» -le dicen.

Con luna y todo, cae la noche más cerrada jamás conocida. El protohombre duerme aún en su rama, y su espectro se hace inmenso, infinito, oceánico.

***

Hibernante de cuánto tiempo, siglos, milenios abre por unos instantes, desvelado, sus ojos nuevos un nuevo ser que tan sólo sabe -en realidad, todavía es intuición- no debe pensar en la causa de la herida que terminando está de cicatrizarle, estirándole la piel como la de un tambor. Por un tiempo no pensará en más causas. Ahora sólo siente un resquemor en la garganta que se la deja seca, penetrada de vacío e impotencia. Duerme el protohombre... , sigue durmiendo.

***

Comenzando el nuevo día, brillan en sus ojos las primeras luces que el sol reparte. Su desnudez, que la soledad le ha descubierto, no hace daño al viento, nada se ruboriza en torno suyo. El protohombre está sentado en su rama, como pensativo, pero nada más otea el horizonte, observando la montaña que la tierra brindara en el día anterior al sol para que la besase. El protohombre saluda al sol con un débil gruñido, casi un reproche, y el sol aparentemente no responde; también parece estar pensativo.

Se nota, sobre las mejillas, el rastro frío de la escarcha que sus ojos drenaron. Y la herida ya ha dejado de latirle cálidamente. Casi olvidada.


El sol está ya nuevamente alto. El protohombre se mece en su rama. Su sombra, en el suelo, le sigue sus movimientos. El protohombre fija, por primera vez desde que subiera a la rama, su vista en la sombra bamboleante. Y algo recuerda... Si, ideas extrañas de algo así como un salto impotente, un no-sé-qué en lo alto que le hace mirar hacia arriba, un árbol, la más alta rama, lágrimas feroces en el decir, y ácidas... Con estos frágiles recuerdos tiñéndole su tosco entendimiento, decide volver abajo.

Saluda a su sombra con un sincero contacto. Al caer flexionando sus rodillas, le da entender lo equivocado que estuvo, lo vano de su pretensión, rozándole con afecto. Y comienza a comprender. Comprende que en el suelo, donde se encuentra, es donde habita la razón que el protohombre habrá de ir desvelando. Y esto, sin embargo, aunque sigue intuyendo que allá arriba en las alturas, se esconde la verdad más grande y más suya que le continúa requiriendo, sin que pueda totalmente conocer. Poniendo en esto toda la fuerza de su primera consciencia, descubre al fin la señal que el sol le revelara: su sombra también forma parte del código secreto.

En la rama, y sólo desde la rama, fue posible el milagro. Aturdido frente al eterno dilema, entre el cielo y el suelo, pudo ahora sí comprender: allá en lo alto está lo que lo llama -las cosas no tienen fuerza por sí mismas para despertar el asombro-, aquí los medios para lograr descubrirlo. Y en el medio, ah, en el medio un abismo, el negro abismo de la duda. La rama.

Con la revelación desde la rama, sumido en la duda, el protohombre comienza a olvidar la existencia de aquella verdad; sólo le queda su reflejo, una sombra oscura que se mece, como se mecen en su memoria los recuerdos...